Nadie entendía cómo alguien tan joven podía cuestionar públicamente al mismísimo Einstein.
Leipzig, 1930. La sala estaba repleta. La Sociedad Alemana de Física había convocado a una de sus figuras más ilustres: Albert Einstein. El genio hablaba con la calma de quien conoce el peso de cada palabra. El público escuchaba en silencio reverente. Nadie se atrevía a interrumpir al hombre que había cambiado para siempre nuestra idea del universo.
Cuando terminó su exposición, el presidente de la sociedad agradeció con entusiasmo y ofreció la palabra al público. Por un instante, el silencio fue absoluto.
Hasta que alguien se levantó desde el fondo.
Era un joven delgado, con el rostro agotado, el cabello en desorden y una mirada intensa. Hablaba un alemán áspero, pero con firmeza:
—Lo que dijo el profesor Einstein no es incorrecto… pero la segunda ecuación que escribió no se deduce de la primera. De hecho, requiere suposiciones adicionales que no han sido formuladas. Y además, no cumple con la condición de invariancia.
Un murmullo recorrió la sala. Algunos se rieron por lo bajo. Otros se giraron para ver el rostro de aquel desconocido. Nadie entendía cómo alguien tan joven podía cuestionar públicamente al mismísimo Einstein.
Nadie… excepto Einstein.
El físico se volvió lentamente hacia la pizarra. Permaneció en silencio, pensativo. Se acarició el bigote. Hizo cálculos en su mente. Y entonces se giró hacia la audiencia.
—Ese joven tiene toda la razón —dijo—. Les pido que olviden todo lo que dije hoy.
Se hizo un nuevo silencio, esta vez lleno de asombro.
El nombre de aquel joven era Lev Davidovich Landau, tenía 22 años. Años más tarde, sería reconocido como uno de los físicos más brillantes del siglo XX y el arquitecto de la física teórica soviética.
Pero ese día, simplemente fue un joven con el valor de decir la verdad frente al mayor científico de su tiempo… y un maestro con la humildad suficiente para reconocerla.
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