El final del Rey Luis IV es un recordatorio a los poderosos.

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El 9 de agosto de 1715, un dolor agudo atravesó la pierna de Luis XIV. Era gangrena, y el diagnóstico no dejaba lugar a dudas: el final estaba cerca. A sus casi 77 años, tras más de siete décadas en el trono, el Rey Sol se apagaba lentamente en su lecho de muerte.


Durante su agonía, el monarca conservó la lucidez. Sabía que su reinado, aunque brillante, había dejado un precio alto. Rodeado de cortesanos, pronunció una frase que quedó grabada en la historia:
“¿Por qué lloráis? ¿Qué creíais? ¿Que yo era inmortal?”


Luis XIV murió el 1 de septiembre de 1715. Dejaba tras de sí un palacio deslumbrante, pero también un país empobrecido, una nobleza exhausta y un pueblo harto de guerras y miseria.


El día de su entierro, el cortejo fúnebre que conducía su cuerpo hacia la Basílica de Saint-Denis fue recibido no con llanto, sino con escupitajos, insultos y barro. La distancia entre el rey y su pueblo había sido tan vasta como los pasillos de Versalles.


Décadas más tarde, durante la Revolución Francesa, los restos del Rey Sol fueron profanados y arrojados a una fosa común. Ni su poder ni su esplendor resistieron el juicio de la Historia.
Así cayó el sol sobre el siglo de Luis XIV.


Y en su ocaso, no quedó oro ni gloria… solo huesos dispersos y una advertencia muda sobre los límites del absolutismo.


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