Terror nocturno: Su edificio se derrumbaba mientras ellos dormían.
Alfredo solía bromear con que su esposa lo enterraría ahí. La predicción casi se hace realidad. La mitad del edificio había desaparecido.
Kelli Kennedy, tomado de Associated Press |
Alfredo López, de 61 años, y su esposa Marian, de 67, despertaron de golpe con el primer potente estruendo. Era la 1:14 a. m. del martes 24 de junio de 2021.
Momentos después, una segunda explosión, mucho más fuerte que la anterior, sacudió la cama en su departamento, ubicado en un sexto piso de Surfside, al norte de Miami Beach en el estado de Florida, Estados Unidos.
Alfredo corrió al cuarto de Michael, su hijo de 24 años, apresurándolo para que se vistiera, y luego se dirigió a toda velocidad a la ventana del balcón. Solo veía polvo espeso y blanco.
La luz se cortó y se activó la alarma de emergencia que advertía a los residentes del edificio Champlain Towers South que debían evacuar el lugar. El hombre pensó en usar unos tenis, pero sus manos temblaban tanto que supo que no podría atarse los cordones.
Se conformó con unas sandalias con correas. Marian estaba desorientada. Revolvía todo en busca de calzado mientras su esposo la presionaba con impaciencia. Encontró cerca un par de pantuflas y se las puso.
La familia López había vivido por dos décadas en aquel lugar. Alfredo solía bromear con que su esposa lo enterraría ahí. La predicción casi se hace realidad. La mitad del edificio había desaparecido cuando abrió la puerta principal que daba al pasillo.
Apenas se hallaba espacio para escapar por un trozo de metro y medio de piso resquebrajado con bordes puntiagudos “No había pasillo, no había techo, no había departamentos, ni paredes… no había nada”, dice Alfredo.
De hecho, se encontró observando directamente al mar iluminado por la luz de la luna. Alrededor de la mitad de los hogares de este complejo de 13 pisos y 136 unidades había colapsado, aplastando una vivienda encima de la otra.
Cualquier persona que observara la escena desde la playa podría ver el interior de varios cuartos de la construcción expuestos en su totalidad.
Alfredo se quedó congelado de horror en el umbral de su departamento, incapaz de moverse. “Estaba petrificado. En verdad pensé: Este es el fin, moriremos”.
A veces, la línea que separa la vida de la muerte parece ser tan aleatoria como un departamento con vista al mar o a la calle, un número par o impar. Según se supo días después, 98 personas murieron en el derrumbe del edificio Champlain Towers South. Muchas de las víctimas habitaban en la zona que daba al océano.
Los ocupantes del área que apuntaba a la calle pudieron escapar, aunque casi no lo logran. Como el ascensor se había desplomado, los sobrevivientes se vieron forzados a descender por medio de una escalera resquebrajada.
A lo largo de su camino asistieron tanto a vecinos que veían por primera vez, como a otros a los que conocían desde hacía años, todos “unidos ahora por esta tragedia para siempre”, comenta Albert Aguero, quien ayudó a una desconocida de 88 años a llegar a un lugar seguro.
Si bien el escape se sintió como una interminable agonía, todo se desarrolló en muy poco tiempo. Durante esos peligrosos segundos antes de que el mundo se enterara del sangriento episodio, ellos luchaban por sobrevivir.
“Cuando abrí la puerta hacia la escalera y vi que la mitad de ella había desaparecido, supe que estábamos corriendo contra el tiempo para poder salir todos de ahí como una familia”, recuerda Albert.
En la planta baja, en un departamento de dos habitaciones —el 111—, Gabriel Nir, joven recién egresado de la universidad, había finalizado su rutina nocturna de ejercicio y se hallaba en la cocina preparando salmón.
El resto de la familia normalmente habría estado dormida a esa hora, pero Chani, su hermana de 15 años, acababa de regresar de cuidar niños y tomaba un baño; su padre estaba fuera de la ciudad y su madre, Sara, recién había llegado a casa de un evento.
Todos oyeron aquel primer estruendo. Sabían que parte del edificio se encontraba en construcción y habían padecido el incesante ruido, pero esto se sentía diferente. Sara corrió al vestíbulo a preguntar al guardia de seguridad qué había sucedido. El hombre estaba tan desorientado como ella.
Ninguno sabía que el piso que rodeaba la piscina había colapsado sobre el estacionamiento debajo.
El suelo se sacudía mientras Gabriel, corría al baño. “¡Tenemos que irnos ahora!”, le gritó a su hermana. Tomó su celular y corrió de ahí.
En la cocina de los Nir, un espeso polvo de concreto empezó a entrar por las ventanas del patio cerca de la piscina. El suelo se sacudía mientras Gabriel, de 25 años, corría al baño. “¡Tenemos que irnos ahora!”, le gritó a su hermana.
Tomó su celular y luego él y Chani, quien solo llevaba puesta una bata de baño, sandalias y una toalla en el cabello, corrieron hacia el vestíbulo.
A través de las ventanas y puertas de cristal, los Nir pudieron ver el desastre que había en el exterior.
La plataforma para vehículos se había hundido sobre el estacionamiento. Las alarmas de los autos sonaban a todo volumen, las luces de emergencia titilaban y el agua inundaba el lugar con rapidez, brotando de las tuberías que se habían reventado.
Los residentes de los pisos superiores gritaban y salían disparados de sus departamentos, muchos todavía en pijama; un hombre iba empujando un carrito de bebé.
Con el retumbar haciéndose cada vez más intenso, Gabriel llevó a su madre y a su hermana a un lugar seguro en la calle. “¡Corran! ¡Corran!”, les ordenó.
Piedras diminutas y trozos de escombros comenzaron a golpear su cabeza. El joven se dio la vuelta y se enfrentó a una imagen que lo atormenta hasta el día de hoy.
“Vi cómo el edificio se convertía en una nube de polvo blanco”, recuerda, al describir cómo el complejo se desmoronaba, buena parte sobre la vivienda de su familia. “Oía a las personas gritar”.
“Debo regresar. Debo asegurarme de que todos estén bien”, indicó a su madre y hermana. Pero sabía que era muy tarde.
En el piso 11, Albert Aguero miraba incrédulo los inmensos agujeros que se habían hecho en el hueco del ascensor. La mitad del departamento vecino estaba rebanada.
No había luz. Se preguntó si habría caído un rayo. Este exatleta universitario de 42 años, todavía en forma, estaba de visita desde Nueva Jersey junto con su esposa Janette, su hija Athena, de 14 años, y su hijo Justin Willis, un beisbolista de 22 años que estudiaba la universidad.
Al joven le pasó por la mente que un avión se había estrellado contra el edificio, pero era imposible conversar mientras corrían a las escaleras pensando si lograrían bajar aquellos 11 pisos antes de que sucedieran más derrumbes.
Nadie entró en pánico, nadie lloraba. “No había tiempo para reaccionar. Solo teníamos que movernos”, recuerda Albert.
Cada vez que descendían un nivel, gritaban a todo volumen el número del piso; era una pequeña victoria de supervivencia, unos pasos más cerca de la libertad.
El remolino de polvo y cenizas dificultaba ver a cualquier distancia y en cualquier dirección. Para asegurarse de no haber perdido a nadie, se llamaban con frecuencia unos a otros.
“Justin, ¿sigues ahí?”.
“Cariño, ¿estás bien?”.
Al llegar al sexto piso se encontraron con los López, y las dos familias continuaron juntas el descenso. En el quinto nivel, Janette oyó golpes en la escalera.
El movimiento del edificio había torcido el marco de una puerta, dejándola sellada. La mujer empujó con todas sus fuerzas hasta conseguir abrirla, y unos cuantos residentes se unieron al grupo que bajaba.
Entre ellos ahora se encontraba Susana Álvarez, de 62 años, quien llevaba de la mano a Esther Gorfinkel, una de las primeras ocupantes del edificio.
Álvarez les pidió a Albert y a su hijo que ayudaran a Gorfinkel mientras seguían su camino. Había algunas grietas y huecos a lo largo de las escaleras, pero nada que impidiera el paso. Aun así, el ritmo era demasiado intenso para Esther.
“No se preocupen por mí. Tengo 88 años. He llevado una buena vida”, les dijo, intentando convencerlos para que continuaran sin ella.
Sin embargo, Albert estaba decidido a lograr que todos salieran de ahí con vida. Avanzaban rápido, pero con cuidado, sin empujarse ni tropezarse entre ellos.
“Todo estará bien”, dijo para tranquilizar a Esther. “Nos aseguraremos de que llegue a los 89”.
En el noveno piso, Raysa Rodríguez y su vecina, Yadira Santos, estaban acurrucadas en el pasillo junto a Kai, el hijo de 10 años de la segunda, y su cachorro maltés. Al ver la otra mitad del edificio desaparecida, supusieron que tampoco había escaleras.
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