El descubrimiento más importante de su vida lo guiaría un niño.
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Mientras exploraba la zona del valle del Urubamba, los pobladores locales le hablaron de unas ruinas ocultas en lo alto de la montaña. Fue entonces cuando Pablito Álvarez, un niño campesino de la zona, se ofreció a llevarlo. Tenía apenas 11 años, pero conocía cada sendero como si fueran las líneas de su mano.
Juntos caminaron por horas, cruzando quebradas y vegetación espesa. Cuando finalmente llegaron a la cima, Bingham no podía creer lo que veía: los muros de piedra perfectamente encajados, las terrazas verdes suspendidas entre nubes. Machu Picchu estaba frente a él, oculta durante siglos, intacta y majestuosa.
Bingham pasaría a la historia como su “descubridor”, pero en verdad, Machu Picchu nunca estuvo perdida: los pobladores locales la conocían, la cuidaban y vivían cerca. Sin Pablito Álvarez, el mundo habría tardado aún más en redescubrirla.
Ese niño fue el verdadero puente entre el pasado y el presente. El que, con pasos pequeños, abrió la puerta a una de las maravillas más grandes de la humanidad.
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